Hace unos años, cuando tenía 18 años y estaba en busca de aventuras y experiencias nuevas, decidí enlistarme en varios voluntariados para ahorrar un poco de dinero y estirar mi presupuesto al máximo. Uno de los trucos que utilicé para reducir mis gastos fue unirme a los famosos voluntariados en los que intercambias trabajo por alimento y hospedaje.
Después de terminar un voluntariado en Italia como granjero, me dirigí en tren desde Milán hasta Frankfurt, donde pasaría dos noches antes de llegar al pueblo donde se llevaría a cabo mi siguiente voluntariado. Bernkastel Kuez es un pequeño pueblo rodeado de colinas cubiertas de viñedos, dividido en dos por el Río Moselle. Este lugar es conocido por ser un pueblo para jubilados con no más de 7 mil habitantes a una hora de Luxemburgo. Sin embargo, esta historia se centra en una sola persona: Friedmunt Sonnemann, el hombre más solitario de Alemania.
La descripción de este voluntariado decía que trataba de cuidar los jardines de Friedmunt, situados en lo alto de una montaña. Sin embargo, lo que encontré al llegar al campamento fue algo más allá de lo que había imaginado.
Cuando llegué, me encontré con Friedmund Sonnemann, el hombre que me recibiría en el campamento. Acordamos encontrarnos en la parada de autobús, pero olvidé preguntarle cómo lo identificaría. Al bajar del autobús vía una persona sin zapatos, cabello largo y una ropa desgastada y de aspecto sucio, que pronunció mi nombre y me dijo “¿Alejandro? follow me”. Así comenzó mi experiencia con el hombre más solitario de Alemania.
Para llegar al campamento, el cuál hoy se que se llama Königs Farm, tuvimos que cruzar el pequeño pueblo donde Sonnemann era objeto de miradas extrañas. No es de extrañar, ya que su apariencia no era común en una población de jubilados. Supongo que ya lo conocían y su presencia no les causaba mucha sorpresa. La escena parecía sacada de una película cuando pasamos por las casitas con encanto que recordaban a Hansel y Gretel. Sin embargo, el pintoresco pueblo llegó a su fin de manera abrupta y, de repente, nos encontramos en el bosque subiendo una montaña. Me sorprendió, pero continué caminando. Durante el ascenso, Sonnemann, quien iba delante de mí, comenzó a emitir gases sin ningún pudor. Pronto entendería que él vivía completamente en armonía con la naturaleza, y para él, era natural dejar salir los gases corporales dondequiera que se encontrara.
Después de un rato de caminar por el bosque, finalmente llegamos al campamento donde Friedmunt me indicó que dormiría en el granero. Al subir, me encontré con los otros voluntarios: dos chicas de Mongolia, dos chicos de Kirguistán y una española de los cuales tengo muy buenos recuerdos de juntarnos en el granero en la noche y platicar con velas y lámparas.
Sonnemann vivía en un campamento sin electricidad, obtenía el agua de la lluvia o de filtraciones y su refrigerador era un hoyo en la tierra. El único baño que teníamos era de composta y para bañarnos teníamos que calentar agua en una estufa de fuego. A pesar de las condiciones precarias, Sonnemann era un hombre muy interesante y sabía mucho sobre la vida en la naturaleza.
Los siguientes días serían interesantes, por hoy solo me quedé platicando con los demás del grupo y recorriendo un poco el campamento el cuál poco a poco nos iba sorprendiendo. Al día siguiente empezaríamos a conocer a dos personas más que vivian con Sonneman en Koings farm y la razón por la cuál no estaba permitido usar electricidad o celulares.
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